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LA VIDA NOS ENSEÑA

La profesora decidió finalizar el ciclo lectivo con una pregunta:

- ¿Qué han hecho este año que haya valido la pena?

Busqué una y mil respuestas en mi cabeza. Los minutos del reloj corrían; y yo, seguía mordisqueando mi lápiz, intentando hallar las palabras.

Recordé mi carta al presidente de la Nación, a Greenpeace, UNICEF, el Stand de ecología...y a medida que los recuerdos envolvían mi cuerpo, todo a mi alrededor fue perdiendo sentido.

Ya no me encontraba en el aula, frente a mis ojos divisé uno de los paisajes más hermosos que había visto este año, Punta Lara, un pueblito de Buenos Aires, bien alejado de la ciudad, que aún conserva su belleza natural, enmarcada con la inmensidad de sus ríos.

Eran las primeras vacaciones que pasábamos en familia, mis padres se dedicaron a descansar, y yo quise aventurarme en el deporte de la pesca.

Cogí una de las cañas de mi papá, puse la carnada y la lance al río. Allí pasaban los minutos sin ninguna novedad. Luego de una hora de impaciente espera, estaba por desistir de la práctica, cuando sentí un tirón en la tanza. Emocionada comencé a dar gritos, tiré con fuerza, y allí estaba, mi primer pez, un bagre de tan sólo unos centímetros, pero que para mí representaba la más grande de las bestias.

Acerqué mi rostro a él, lo vi danzar en el aire, aún queriendo luchar por su vida. Luego de enseñarlo a mis padres, decidí que era hora de volverlo al agua, pero no se podía. Había mordido el anzuelo de tal forma, que fue imposible desengancharlo.

Me sentí aterrada, busque ayuda en uno de los expertos pescadores que allí frecuentaban, no podía dejarlo morir, necesitaba salvarlo; el hombre cogió el anzuelo, tomo un cuchillo y se retiró hacia un costado. Luego de unos segundo, se acercó a mí, abrió mi mano y depositó sobre ella, mi primer víctima en dos partes.

Las lágrimas visitaron mis ojos, y escapé del escenario para evitar la vergüenza de sentirme una asesina. Busqué un espacio de césped y allí realicé un hoyo, la tumba de esta pobre criatura.

Ese día comprendí que no podía confiar en los adultos para realizar milagros.


-¡Jazmín!, despierta, es tu turno – dijo la profesora, despertándome de este sueño en el que me encontraba.

Parpadeé varias veces para entender donde estaba y logré recordar la consigna de la clase. Un extraño valor se cobró vida en mí. Me puse de pie y con una seguridad que disfrazaba de héroe mi cuerpecito de diez años dije:

- Yo, en mi quinto curso hice algo que valió la pena, yo quise cambiar el mundo, pero nadie quiso ayudarme.

- ¿Y te has dado por vencida? – preguntó la maestra, con cierto aire de curiosidad

- No, no señorita, sólo que aún no he descubierto la forma.